¿Otra vez?

¡AY CARMELA! Suspiraba Paulino ante la ausencia más absoluta. Porque un desamor es un desgarro, pero la muerte es el final. El vacío. El silencio total. Sanchís Sinisterra escribía una historia de amor en la que ella se va, por su osadía. A quién se le ocurre, Carmela, enfrentarte a quien no le importa disparar o pedir cuentas a quien desea que desaparezcas. Del mapa. De la historia. Pero la historia es la memoria, contada por unos y por otros. Y eso, sin duda, queda. Llevé a mi madre a ver la «Ay Carmela» musical que dirige Andrés Lima y se puso mala. De llorar. Los himnos, las imágenes de aquella realidad que para una generación entera son los pasillos de su infancia, la herida sin cerrar que persigue sus sombras y que da forma a sus pesadillas. Tantos muertos. Tantas vidas rotas. Por nada. Tantas guerras. Tantos poemas al dolor y a la rabia. Tanta oscuridad. Para nosotros son imágenes, historias que dejan sin voz a quien amamos, recortes de periódico y documentales de la 2. Pero para ellos no. Para ellos lo fue todo. Y hoy, mirando alrededor, la foto de los niños que cambian el comedor del colegio por un comedor social, pan con pan, me traslada a una España tan triste como la de aquellos titiriteros, como aquél blanco y negro, como los sueños de aquél soldado muerto que llevaba en la mano una carta de amor.

¿Otra vez a la cola? ¿Otra vez la cartilla de racionamiento? Yo quisiera pensar que mis impuestos se traducen en vasos de leche y en lonchas de queso y salchichón y no en una profunda tomadura de pelo, en una eterna explicación salpicada de titulares. Quisiera pensar que colaboro en construir un país, y no en hundirlo. O al menos, en sujetarlo. Porque como dijo Albert Camus en su discurso al recibir el premio Nobel de Literatura, nuestra generación (la suya, y hoy, la nuestra) que ya sabe que no podrá rehacer el mundo, asume una tarea aún mayor: impedir que se deshaga. «Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir».